martes, 9 de febrero de 2010

¿CUÁL ES EL MANDATO DE LA MARCHA DEL 4F?

Moritz Akerman Febrero del 2008

Todos estamos convencidos que el 4F algo muy serio pasó en Colombia. Pero cuando nos proponemos decir que fue, surge un debate interminable. Parece que eso pasa siempre con los hechos históricos cuando se intentan interpretar de manera inmediata a su ocurrencia. Pero como el suceso del 4F no es únicamente asunto para la Historia sino para la práctica política del momento, vale intentar una interpretación del mandato de la gente en torno a los asuntos de la paz y la guerra.



Lo primero que habría que señalar es que estamos lejos de pretender fijar doctrina sobre tema tan novedoso y significativo. Pero sin duda comunicar e intercambiar nuestras impresiones es parte del deber ciudadano de los que participamos en ella. Y aún de los que quedaron ‘congelados’ por la respuesta de la gente a un llamado tan genuinamente espontáneo, juvenil y ciudadano. La gente dijo, con fuerza impresionante e insorteable, que no quiere ni aguanta más Farc. No aguanta más secuestros, ni convertir los secuestrados en tema o asunto de tratamiento político o de la agenda de las negociaciones de paz. El secuestro resultó siendo el medio o el factor por el cual, el conflicto interno -que se originó en problemas sociales y políticos- rápidamente dejó de serlo. La ciudadanía empieza a colocar el tema de la liberación de los secuestrados como condición para sentarse en cualquier mesa de negociación política. Es una lección de democracia pacífica nunca experimentada en este país. Las Farc debiesen considerar las consignas de esta marcha como de altísimo significado, si su carácter, como ellas pretenden, es el de una fuerza política. También lo debiesen considerar el resto o algunos de los izquierdistas que ven, todavía, con tolerancia el secuestro, o que cuando se plantea su condena lo que hacen es referirse a las masacres de los paramilitares, como si lo horroroso de un crimen justificara el otro. O de aquellos izquierdistas que aún consideran la posibilidad del uso de la violencia como camino transitable en la búsqueda del poder, aquí en esta Colombia del S. XXI. Esa marcha sin precedentes dijo que no quiere más violencia cualquiera sea el signo ideológico con se quiera justificarla. La propia presencia de esos millones de colombianos en las calles del mundo nos dicen que sólo con la gente podemos hacer más democrática la vida de todos y que no hay camino o forma de lucha, que pueda reemplazar la participación de las gentes en la definición de su destino. Y ese es también un mandato del 4f.

La marcha reclamó, como lo reconociera el propio Presidente Uribe, ¡paz ya! Y ese reclamo es una demanda a todos los factores del conflicto, empezando como lo dijimos por las Farc, pero sin desconocer que es un reclamo a todos los actores violentos: los paramilitares, el Eln y los propios narcotraficantes que pretenden encubrirse ahora como actores político-sociales.

Y un reclamo al propio Gobierno. También es posible esa lectura de la participación y de las abigarradas consignas del 4F: La marcha señala al Estado y en forma específica al Gobierno, que la ¡paz ya! debiese significar una política precisa que permitiese superar este conflicto que tiende a eternizarse. Es más, esa política de paz del conjunto del Estado política que encabeza y dirige el Gobierno, debería tener en estas formas de la participación ciudadana su mejor activo.

Pero aquí se me forma una confusión o el sabor de una paradoja: la agitación de algunas propuestas que diesen paso a la solución política no eran recibidas con entusiasmo. La marcha era sobretodo de rechazo a las Farc y de libertad para los secuestrados, sin que se pueda decir que fuese de aceptación general, un intercambio humanitario para lograr esa libertad. Ni mucho menos un proceso de paz con las Farc. Pero si la consigna era de ¡paz ya! entonces ¿por qué la indiferencia o rechazo a las propuestas que se han agitado como caminos para alcanzarla? Atrevámonos a una respuesta: Justamente, porque lo que se ha agitado la gente no lo ve como camino hacia la superación del conflicto y hacia la paz. El intercambio “humanitario” no es humanitario. La gente empieza a discernir que no puede ser humanitario secuestrar para luego presentar ese delito de lesa humanidad y esa tortura a los secuestrados, como formas de un intercambio humanitario. Los ciudadanos empiezan a exigir al Estado y a la Comunidad Internacional que no se transija con el secuestro de civiles no-combatientes, ni por razones de conveniencia a los gobiernos, ni aduciendo razones humanitarias. Y no es que se esté, en este aspecto, inventando nada: hace mas de 50 años el mundo legisló en los Convenios de Ginebra: que los civiles no combatientes no pueden ser involucrados como instrumentos de guerra o para conseguir ‘victorias’ por cualesquiera de las partes combatientes. La marcha del 4F, de manera práctica, invoca el DIH.

Los civiles secuestrados tienen que ser liberados incondicionalmente. Los militares privados de su libertad pueden y tal vez, deben ser objeto de un intercambio humanitario. Sólo así se podrá evitar que nuevos civiles sean objeto del secuestro en busca de la obtención de nuevas demandas de las Farc, del Eln o de los narco paramilitares. Y así también se logrará que los militares tengan un tratamiento humano en este conflicto. Pero si este contrasentido humanitario limitaba que se recibiese con entusiasmo por los marchantes la idea del intercambio, y al tiempo se pedía ¡paz ya! ¿Por qué no eran de buen recibo las consignas que agitaban un proceso de negociación? Tal vez, porque los procesos de paz no han sido más que agitaciones de la “buena voluntad” para la paz, agitaciones que sirven para mostrar, en su propósito proselitista organizativo y militar, que los alzados en armas tienen proyecto político y de ‘reconciliación’, mientras que se mantienen los planes de acumulación estratégica de fuerza en la ilusa aspiración del poder o de la ruptura de la unidad del Estado, ya sea geográficamente o políticamente. En una palabra, los procesos de paz la gente los ve como “justificaciones” para continuar la guerra. Y más cuando la tolerancia y “las explicaciones” de los actos de la guerrilla por los “facilitadores” de paz, muchas veces hacen aparecerlos más bien como “justificadores” que facilitadores.
Por eso, la gente ve los procesos de paz como lo que han sido aquí la mayoría de ellos: la combinación de las formas de lucha! Han sido procesos para el

mantenimiento de la vigencia política de la guerrilla y de su agenda como la agenda del país. Surge una gran dificultad para el trabajo por la paz en la Colombia después del 4F: ¿cómo seguir condenando la guerra y al mismo tiempo llamando insurgentes a quienes no tienen consideraciones sobre las opinión ciudadana? ¿Cómo podrán resolver los trabajadores de paz esa incongruencia? Parece que la marcha denunciaba en su consigna de ¡no más mentiras! ese doble juego que han mantenido las guerrillas en Colombia y que ya se extiende por más de 25 años. Eso nos tiene que llevar a plantearnos la opinión creciente de la gente, cuando empieza a reclamar si no nos estamos convirtiendo en instrumento de lo que queremos acabar: la violencia guerrillera y paramilitar. Y lo más significativo: ¿deja esta manifestación espacio para la facilitación ciudadana en el propósito de acercar las posiciones guerrilleras a las del Gobierno, cuando hay un cuestionamiento de los procesos de negociación? ¿Cómo continuar si el país, movilizado en la marcha, realmente exigía ¡la paz ya! pero sin darle espacio a la guerrilla con un proceso de negociación de paz? ¿La gente está reclamando el sometimiento sin negociación? ¿Es realista este reclamo? ¿Hay allí un aparente o real contrasentido? Son algunas de las preguntas que aprisionan el pensar de un colombiano obsesionado con la reconciliación y la paz.

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