p align="justify">La economía era la reina de las actividades sociales: sus deseos y caprichos se cumplían aún a costa del sacrificio de muchos seres humanos. Los economistas fungían más como ideólogos para la justificación de su absolutismo omnímodo. En ese reino, la humanidad parecía dividirse entre unos hombres MBA, que aliñados y con especial pulcritud, marcaban el derrotero especulativo del mundo, por lo que recibían sueldos y primas anuales exorbitantes por sus ejecutivas ideas. Esa nueva aristocracia establecía el destino y apropiaba el trabajo de los otros hombres grises, seres sudorosos, prosaicos, productores de manufacturas, cuyos salarios sólo alcanzan para reproducirse en medio de la rutinaria cerveza que, consumida al final de la jornada, “premiaba” su esfuerzo físico y mental para luego adormilarse frente a la cada vez más embrutecedora televisión.
Y esa humanidad así dividida miraba de reojo, con asombro o miedo, ¿o tal vez con curiosidad antropológica? al resto de los mortales. Y bien mortales. Apenas si miraba hacia África, Asia o Latinoamérica, observadas a la manera de antecedentes incómodos. Se miraba cuando las hordas de emigrantes ilegales rompían el paisaje ordenado de sus exuberantes ciudades, llenas de bancos, de corredores de bolsa y de agencias calificadoras de riesgo, o cuando se media el riesgo de los inversionistas en esas ‘tierras de ultramar’. Riesgo sobreviniente, precisamente, cuando esas calificadoras veían la oportunidad de inmensos negocios para sus bancos matrices, en países que a duras penas conocían, pero que reportarían pingües ganancias, al hacer de “jueces económicos” al tiempo que de inversionistas. Así mientras el modelo fue creciente, nos conformábamos con la nueva división de la humanidad y el mundo. Muy pocos cuestionaban el poder de la economía: la mayoría nos prosternamos a su no discutida eficiencia y a su papel en la vida del hombre que se ejerce hoy especulando más que creando nuevo valor.
¡Pero tenía que aparecer la desilusionante realidad! Y llego la crisis. Esta crisis hizo trizas no sólo la soberanía absolutista del mercado, sino la economía misma. Puso en evidencia el desajuste entre el dominio de la economía especulativa del capital financiero de los países del centro, con sus activos incobrables, frente a la economía real –la de producción de bienes y servicios que sí satisfagan necesidades humanas- producción en centrada en nuevos países productores.Lo paradójico es que esos nuevos países y gentes productores acumularon grandes ahorros, que depositaron en esos mismos bancos internacionales. Y con ellos, esos bancos estimularon, en medio de un claro desequilibrio, a los consumidores de los países del centro a tomar deudas no respaldadas en sus ingresos sino en esa ‘abundancia ajena que les debía rentar’: jugaron con una globalización del dinero todavía no regulada, dinero que desvalorizaron al desvalorizar sus títulos de respaldo, haciendo de su perdida la perdida de todos. Y tal como se portaron los bancos se portó el gobierno de los financistas o sea el de los neoconservadores: la crisis también está originada por el inmenso desgaste presupuestal de una ‘guerra al fiado’ sobre los dineros externos depositados en bonos del tesoro, mostrando hasta donde, hoy día, la guerra ya no puede ser lo que fue, la reproducción en el límite y por la fuerza de la economía. Llegada la crisis nos puso de frente a la supervivencia del sistema y del ambiente: sólo la crisis hizo inaplazable el cambio de fuentes energéticas, al tiempo del cambio de patrones culturales que modifiquen los valores del éxito. Y más, nos demanda replantear lo que llamamos desarrollo.
Esta crisis, sin embargo, no deja de comportarse como las del pasado, como una crisis de sobreproducción y por tanto, de sobrecapacidad instalada industrial. “Sobran” fabricas para producir bienes y sobra capacidad instalada para producir ‘gadgets’: sobran autos, sobran motores de 300 caballos de fuerza para transportar una persona por las calles de las grandes ciudades, sobra CO2 en la atmosfera, sobra la actual definición de confort y felicidad.
Por esa sobrecapacidad instalada, los líderes de la eliminación de las barreras nacionales regresan paradójicamente a la insorteable protección de cada país, para asegurar el empleo de los propios y el mercado de la producción nacional. Nadie sabe ni se plantea con qué nivel de eficiencia, porque en medio de alguna controversia, lo que cuenta es cuánto le cuesta a sus ciudadanos permitir la avalancha de la sobrecapacidad y de oferta del “otro” y no lo que puede costar en eficiencia energética y racionalidad del desarrollo.
Así EU sale a salvar su ineficaz industria automotriz, emblema de su pasado despilfarrador y soberbio, pero emblema también de su clase obrera, emblema de ‘el americano medio’ y de la estabilidad y crecimiento de su sistema. Francia hace lo suyo con Renault. Y lo hace Alemania, Suecia, Japón, etc. Se protegen estas fábricas por razones sociales que redundan en lo económico: se cuidan para cuidar el empleo o sea la gente; pero también para cuidar la demanda interior de bienes y por tanto de créditos: se actúa por razones de responsabilidad social y por necesidades anti cíclicas.
Pero el riesgo es que al cuidar estos trabajadores se esté protegiendo y manteniendo la ineficiencia económica y el despilfarro energético de fábricas que como la GMC, la Ford, etc., son grandes responsables del calentamiento global y de la cultura del éxito como soberbia individual, eliminando toda solidaridad o compromiso social y humano colectivo.¿Cómo reemplazar esas tecnologías anacrónicas del despilfarro energético si se protege GMC, Toyota u otros congéneres, que como en China, siguen ese mismo camino? ¿Cómo darle paso a nuevas tecnologías energéticas, con vehículos que sí sean para el transporte y no para avasallar, en expresión de soberbia individual o de sociedad imperial? ¿Cómo salvar unos cuantos cientos de miles de trabajadores, sin poner en riesgo toda la humanidad y la vida en el planeta? ¡Éste es uno de los desafíos en el Gobierno de Obama! El asunto no sólo es de tecnologías ahorradoras de energía: es también del modelo económico que se tiene o se adoptó como el del éxito.
Por la dominancia de ese modelo, los excedentes de exportaciones de China, India y los tigres asiáticos se ahorraron básicamente en dólares, ahorros que los bancos tenían que colocar para lograr el rendimiento que hiciese sostenible la operación: la abundancia de liquidez de los productores asiáticos de un lado, aunada al desaforado consumo ‘inducido’ del otro, se tradujo en hipotecas sin sostenibilidad, en crédito sobre bienes de precio inflado por la misma presión monetaria.
Esas inmensas masas del dinero “ajeno” permitieron una danza de créditos con ganancias millonarias sólo para los ‘ejecutivos de cuenta’: al final arrojaron, lo que tenían que arrojar, una perdida para todos, incluidos China y los demás que vieron caer sus ahorros o inversiones, al convertirse, en parte, en activos “tóxicos”, esto es bienes que no representan realmente con su valor el precio a que fueron colocados en el mercado del crédito.
Para occidente estos excedentes monetarios eran oportunidades y tensión sobre su sistema financiero; para los países asiáticos eran una forma de protección contra las crisis de liquidez originadas en el pasado por la fuga de los capitales “golondrinas”: su ahorro. El desequilibrio resulta de unos flujos globalizados y un manejo por bancos que siguen siendo nacionales y de extremado manejo privado. No era para la inversión y el consumo productivo, no era el ahorro nacional transformado en demanda agregada e inversión por el camino multiplicador de los bancos. Era el afán de colocación de las masas de ahorro de “otros” convertido en consumo al “debe” en la aparente prosperidad americana y de su área de influencia, Colombia entre otros, que jalonaba la desequilibrada bonanza económica occidental.
Un sistema financiero mundial montado sobre un consumo básicamente suntuario del capitalismo occidental, y una productividad y propensión al ahorro del capitalismo oriental, generan un desequilibrio que tiene que ser resuelto para evitar nuevas crisis. El asunto es cómo disminuir el consumismo occidental y elevar la productividad y el ahorro, sin pauperizar sus trabajadores, de tal suerte que, se tienda a equilibrar con la productividad del trabajo y la capacidad y propensión al ahorro del nuevo capitalismo oriental. ¡Éste es otro gran desafío en la era de Obama!
Es posible que haya que mundializar también un verdadero banco de depósito de los excedentes monetarios, resultantes de las ventajas competitivas y de productividad de las economías como las asiáticas, al tiempo que se transita de la protección a ultranza de la industrias nacionales ineficientes y despilfarradoras de energía, dándole prelación tanto a la sustitución energética, como a la sustitución de los valores del éxito y del desarrollo. Sin embargo, más de uno querrá el camino fácil y estúpido de abordar estos desafíos “castigando” la soberbia americana o de los centros capitalistas, “votando” por el hundimiento de esas economías, que como la automotriz, son emblemáticas de diferentes países. Si así se hiciese la crisis podría durar más que la depresión de 29 –siete años- con un hambre más intenso y mundial del que ya se empieza a presentar.
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