Es un lugar común señalar que Uribe aprovechó el temor ciudadano a la guerrilla para que el país se refugiara en la derecha política que prometía seguridad, entendida como la derrota por la fuerza de los actores violentos. Así como los neoconservadores en EU reeligieron a Bush exacerbando el miedo al terrorismo, Uribe, candidato y Presidente, ha superlativizado el riesgo de las Farc para asegurarse como mayoría.
Pero esa hegemonía no se debe solo a él. Tanto el centro como la izquierda abandonaron la seguridad ciudadana como asunto público, como prioridad del Estado, “entregando” la ciudadanía a la derecha autoritaria. Si no hay una fuerte y clara política de seguridad, los ciudadanos se refugian en el que aparezca fuerte, aún autoritario, no obstante los costos en desarrollo y democracia. Si quien le compite aparece débil ante la ciudadanía, aunque tenga razón les resulta asistido en una ‘fuerza demasiado tranquila’.
Otro factor que el Presidente Uribe usa para su hegemonía es envolver el ‘discurso del miedo’ en el relanzamiento de valores religiosos católicos, escamoteando el carácter laico del Estado que establece la Constitución.
Pero aquí vale tener cuidado para no correr el mismo riesgo de ceder a la ultraderecha los valores religiosos humanistas, en un país de mayorías religiosas. Si bien Uribe hace de la confesionalidad el discurso explicito, promueve en realidad valores de un mundo de especulación dineraria: debilidad de Estado para la regulación y el equilibrio económico y uso preeminente de la fuerza para el tratamiento del conflicto. La resultante: una moderna adoración al ‘becerro de oro’ que rebaja todos los niveles éticos, no sólo humanos, en la política y en la economía, sino aún los necesarios al equilibrio ecológico.
Uribe usa expresiones religiosas, pero asordina la crítica religiosa a la violación de los derechos humanos, a la agresiva concentración de la riqueza, la crítica a su actitud laxa ante el enriquecimiento ilícito de los que usaron a los paramilitares para acrecentar sus fortunas. Y ni qué decir de su “ausencia” ante “los pregoneros de milagrerías y loteadores de paraísos y nirvanas”, que desde las pirámides trocaron las ilusiones de los pobres en nueva miseria y frustración.
Paradójicamente esa “ausencia de Estado” ha sido otro factor del predominio del Presidente Uribe. Vendió la idea de que trabajaba por un Estado eficiente. En una sociedad estragada con la politiquería y la corrupción pública planteó adelgazar el Estado: redujo ministerios dedicados a la actividad social, al tiempo que creció los aparatos de seguridad y los grandes negocios para los contratistas del Estado.
El resultado, la presencia débil del Estado en la regulación económica, en la redistribución del ingreso e hipertrofiado en la seguridad para los grandes negocios. Es cierto que un Estado grande favorece la corrupción pública, pero también es cierto que el mundo de los negocios sin regulación estatal favorece la corrupción privada que es generalmente mayor: dilapida la confianza, el dinero de las gentes y el patrimonio público, como se ve en la crisis actual.
El predominio de esa gobernabilidad autoritaria necesita la polarización de la sociedad y la política: descalifica de “aliados del terrorismo o de tontos útiles” a los que plantean una salida diferente, fracturando la unidad necesaria a todo proceso democrático: la coincidencia de los movimientos sociales, por la pérdida de condiciones de vida, les resulta un ardid o complot de “los terroristas o sus aliados de civil”. No obstante hoy la opinión pone el énfasis en las aspiraciones de carácter económico-social y la crisis mundial y nacional pone a prueba la capacidad de los líderes, que se conocen en las dificultades. Precisar en qué se ha apalancado la derecha puede ayudar a construir una política democrática de amplio espectro político y social que dé salida a este Gobierno de agenda agotada.
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